No es sommelier. Ni enóloga, ni viticultora, ni dedos verdes, tampoco nació campesina. Es su confesión, aunque en realidad su vida gira en torno a la vid. Daniela De Pablo Mendoza está, junto a Pablo Pedreros, al frente de Chekura, una viña que produce vino natural en la región de Ñuble. El estilo de vida de ambos como pareja y como familia se extiende a su labor agroecológica. El resultado es el Vino Mingaco, cultivado sin riego, fertilizantes, ni glifosato.
“El nuestro es un proyecto familiar», define Daniela De Pablo Mendoza como preámbulo de una larga conversación sobre el vino natural. “Nació propiamente tal hace tres años, antes era un proyecto de mi pareja que es oriundo de la localidad de Checura. Él fue criado en el campo, plantó viñas desde pequeño, trabajó el campo con su papá y a veces con su abuelo. Lleva como ocho años haciendo agricultura regenerativa y hace unos cinco empezó a embotellar. Cuando nos conocimos empezamos a darle un giro al concepto que había detrás de la botella, más relacionado con el estilo de vida que estábamos llevando”, define.
Daniela admira el espíritu visionario de Pablo y lo apoya en los procesos que le siguen al embotellado. El marketing, la postventa, la creación de redes y la exportación. Estudió Artes Visuales y le encanta la fotografía. De hecho registra muchos procesos a lo largo del año, excepto los que se realizan durante los mingaco. Entonces pasa casi todo el tiempo en la cocina, desde donde salen platos estupendos.
El vino natural y el mingaco
Un sello de Viña Chekura es la participación de manos que respetan y quieren saber más sobre los procesos del vino. “En los momentos peak como las vendimias y el embotellado se necesitan más manos. Invitamos por círculos: primero a los vecinos. Después a nuestros amigos y clientes. Y luego abrimos a una comunidad más extendida a través de Instagram”. Así es como han recibido por ejemplo a un sommelier japonés, un profesor de agronomía y sus alumnos, a una familia de franceses con sus hijos. Todos quieren conocer los procesos. Este año recibieron a un sommelier de Santiago, de quien ahora son muy amigos.
“Mingaco es una palabra quechua, una referencia a las mingas en Chiloé. Es un trabajo comunitario desinteresado, en el cual no hay una retribución monetaria sino una comilona del día. Antiguamente las trillas también tenían música, guitarreo y no faltaba el vino”.
¿Por qué hacen mingas? “Por un lado nos interesa compartir lo que estamos haciendo. Sentimos que es importante que las personas vean que no es difícil, que en el fondo viene de muy adentro de cada uno. Y, por otro lado, queremos que esa energía se transmita en el vino. Porque es muy distinto pagarle a alguien para que venga a cortarte la uva a que lo hagan personas desinteresadas, que quieren experimentar cómo es una vendimia”.
El paladar lo agradece
En 2017 Daniela y Pablo partieron con una producción de 2 mil quinientas botellas, la mitad de Cepa Cinsault (vino tinto) y la otra de Cepa Moscatel de Alejandría (vino blanco). “Nos dijeron ¡Oye, con el blanco no se apuren, no hagan mucho más, porque es muy difícil de vender! Y es lo que más tenemos acá: uva Moscatel de Alejandría. Y se vendió en ocho meses el primer año. En 2018 hicimos un poco más y se acabó en seis meses. Mandamos a Australia vino blanco y se vendió en cuatro meses todo. Ahora el 2019 está más lento, pero estamos súper confiados porque sabemos que no hay otro producto así”.
Varias condiciones lo hacen único: su producción, el espíritu de trabajo y los valores de las manos que se involucran en los procesos. “Por mucho que ahora se está poniendo de moda el vino natural las personas que empiezan ya van varios pasos atrás. Además, muchos lo hacen por el negocio, y nosotros no. Pablo lo hace por pasión a la fermentación y lo hacemos porque tiene coherencia con lo que vivimos y creemos”.
De allí que escenarios como la competencia y el manejo del mercado fluyan y no hayan representado ansiedad. “Esto se ha dado orgánicamente. Yo siento y pienso que cuando uno hace las cosas con sentido y desde adentro todo se da. No significa que no haya obstáculos y que sea fácil. Hay desafíos. Pero en particular si hay algo que a nosotros se nos ha dado fácil ha sido el mercado”.
Así nace un vino natural
Aunque Pablo es el experto, Daniela hace un excelente relato de cómo es el proceso natural de vinificación. “Cosechas la uva y -en el caso nuestro que es de bajo volumen- el mismo día la despalillas. Las sacas de su racimo y las pones en un contenedor, que es el lagar. Ahí dejamos que la fermentación suceda espontáneamente. Eso normalmente sucede acá en el campo. Las grandes industrias le tienen que poner calor o frio. Nuestro lagar es abierto y está al lado de un paño pequeño de (árboles) nativos. Además, se mezcla con las levaduras nativas que están en el bosque por lo que hay todo un proceso que es orgánico. Pablo hace el trabajo duro pero el trabajo fino lo hace la naturaleza”, dice con buen humor.
Lo siguiente es esperar entre 12 y 15 días. “Eso queda ahí, fermentando con las temperaturas que hay durante el día. Después se separan los orujos, las pieles de la uva, con el jugo. Y eso se pasa a un recipiente donde va a estar varios meses. A veces todo el año. A la primera fermentación en la industria se le agregan levaduras killer, que mata a la otra levadura. Acá no. En forma natural se seleccionan entre ellas y después, cuando pasamos a esta segunda etapa, dejamos que el clima y la estacionalidad haga lo suyo. Sigue fermentando y cuando entra el invierno se detiene por el frio, después con la primavera retoma. Muchas veces la industria e incluso vecinos aplican un sulfito y detienen la segunda fermentación para embotellar. En el caso nuestro no. Dejamos que pase el invierno y ahora en primavera, cuando empiezan a subir las temperaturas, comienza una segunda fermentación”.
Mientras se termina la fermentación se realizan los análisis. “Todos los días Pablo va a ver cómo están esas levaduras. Cambian día a día por las temperaturas, por la luna, por distintos motivos. Él va a escuchar las barricas. Prueba. Está ahí siempre. Eso es otra cosa, muchas veces las personas hacen vino y lo dejan ahí, regresan como a los dos meses para hacen tal procedimiento. Luego embotellan. Acá estamos todo el tiempo en contacto con ella”.
El buen bouquet se extiende
Ahora Pablo y Daniela trabajan con algunos vecinos que han comenzado a confiar en la producción de vino natural. No solo porque ven en su ejemplo que es posible y que la retribución monetaria es más alta, sino porque con la llegada de la pandemia fue imposible movilizar gente para hacer las podas. “Vieron en Pablo una buena opción así que estamos empezando a trabajar viñas de forma regenerativa para contagiar este espíritu de la agroecología. La idea es hacer un círculo cerrado, porque en el fondo lo que ofrecemos nosotros es que además de ayudarles con los trabajos, les vendimiamos. No tienen que pagar por la vendimia y les pagamos la uva en un precio más alto”.
La propuesta además de tener un espíritu verde es una apuesta de apoyo solidario. “Ese cambio que está haciendo Pablo sí o sí va a tener una retribución monetaria. No se van a quedar ahí con su uva, que es un tema grande acá porque las viñas grandes vienen y pagan de 60 a 80 pesos el kilo. Y si haces vino te pagan 250 o 270 pesos el litro, con suerte. En caso de que nos fuese pésimo y no tuviéramos la plata para comprarles la uva, hacemos vínculo con enólogos y viñateros que andan buscando viña natural. Y que en verdad nunca saben si las viñas han sido cultivadas de forma natural. O si efectivamente les echaron fertilizantes”.
Daniela y Pablo elaboran vino a pequeña escala mediante fermentación espontánea. Su cultivo agroecológico se encuentra en el Valle de Itata. Si quieres conocer más sobre ellos visita su portal y sigue su Instagram.
Puedes enviar información a: redaccion@mujerdelsur.cl
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