El entusiasmo por la práctica del automovilismo y la notable performance de los argentinos en Europa llegó a su punto cúlmine el 13 de enero de 1974
Por Eduardo Porretti La historia del automovilismo en Argentina comenzó a principios del siglo XX. Para 1952, había logrado un notable desarrollo, con figuras consagradas, escuderías propias y un vasto circuito de carreras en toda la geografía nacional.
En 1948 se disputó el Gran Premio de América del Sur del Turismo Carretera Buenos Aires- Caracas y el entusiasmo deportivo deviene agenda política. Juan Domingo Perón, apasionado de ese deporte y hábil intérprete de los gustos populares, convocó entonces a una reunión a Juan Manuel Fangio, Froilán González y otras celebridades en la que escucha un unánime reclamo: construir un autódromo para la ciudad de Buenos Aires.
La construcción duró 14 meses y fue hecha por una empresa constructora nacional, bajo la conducción del arquitecto Jorge Sabaté (al mismo tiempo, el intendente de Buenos Aires), con un diseño tan original que presentaba diez circuitos alternativos. Para su trazado se consultó al holandés Johannes Hugenholtz, creador del circuito más moderno en aquella época. El autódromo -considerado uno de los dos mejores del mundo- se mantuvo incólume durante medio siglo.
El circuito, denominado 17 de octubre -en homenaje al Día de la Lealtad peronista- sufrió los avatares de una típica tradición argentina conocida como política de nombres: en el 1955 fue rebautizado como Autódromo General San Martín, en 1983 Autódromo Municipal de Buenos Aires y en 1989 Oscar Alfredo Gálvez y en 2005 agregaría el nombre de su hermano Juan.
El entusiasmo por la práctica del automovilismo y la notable performance de los argentinos en Europa llegó a su punto cúlmine el 13 de enero de 1974, cuando se llevó a cabo el XI Gran Premio de la República Argentina, la primera carrera de fórmula I corrida en la Argentina y la primera de las quince carreras del Campeonato Mundial de Fórmula Uno de 1974.
La jornada, calurosa y bajo un sol radiante, era magnífica. Los más importantes automovilistas del mundo estaban allí, incluyendo a Ronnie Peterson, Clay Regazzoni , Niki Lauda, Graham Hill, James Hunt y Emerson Fittipaldi. Entre ese batallón de estrellas, en un segundo plano y en el sexto puesto, había clasificado el argentino Carlos Reutemann.
Las tribunas, repletas, albergaban 100 mil espectadores enfervorizados, listos para apoyar al corredor argentino, en ese largo desafío de 53 vueltas. Celebridades nacionales e internacionales se habían dado cita en un espectáculo sin igual. Juan Domingo Perón, quien había logrado regresar el año anterior de un largo exilio, disfrutaba de su hora dorada.
Al largar, Peterson tomó la delantera. Muy atrás, un auto blanco de la escudería Brabham se movió rápidamente, gracias a una técnica única en el momento de la largada, que consistía en dejar el auto unos centímetros detrás de la línea y moverlo en el momento preciso en el que el semáforo tornaba a verde. Para delirio de los fanáticos en las tribunas, en él iba Carlos Reutemann, el ídolo local, quien rápidamente alcanzó el segundo lugar.
Pero Reutemann quería la gloria y en la cuarta vuelta, tomó la delantera. El momento era perfecto: una Argentina moderna, integrada y exitosa, que había recuperado la democracia, celebraba un evento deportivo internacional, con argentinos de todas las clases sociales en las tribunas y millones siguiendo la carrera por radio y televisión.
Yo escuché esa carrera con una vieja radio cuando vivía en una casa a la vera de una ruta en Entre Ríos. El paraje era tan desolado que no tenía –aún no tiene- nombre y se conocía como kilómetro 5 y ½, en la carretera que unía Paraná –la capital provincial- con Diamante, en una zona de aldeas alemanas.
Dicen que Marc Augé desarrolló el concepto de no lugar durante una breve estancia entre los pumé, un pueblo indígena que habita –entre la precariedad y el desarraigo- los llanos venezolanos. Yo, que he vivido en muchos sitios diferentes, no sabría cómo definir ese paraje, pero nunca he visto tanta solitaria otredad como viviendo a la vera de esta ruta, en un paisaje tan llano que disuelve a las personas en el espacio.
Era domingo y había un asado en marcha en el patio del fondo. En esa casa yo era feliz, porque tenía árboles frutales, dos perros ovejero alemán –Ringo y Zorro-, dos hermanos adolescentes obsesionados con los Beatles, una madre que me hizo escuchar a Chopin y leer a García Lorca desde los 5 años, una abuela blanca y de ojos azules que siempre dormitaba con su mano apoyada sobre la pila de revistas Stern que le enviaban desde Europa y un padre tan culto como serio, que usaba lentes negros rectangulares que limpiaba obsesivamente con un pañuelo celeste de algodón, mientras me sentaba a su lado cuando pasaban programas de humor político en la televisión y me explicaba los chistes, que yo celebraba pero internamente juzgaba incomprensibles.
Yo seguía la carrera por toda la casa con la radio en mi hombro izquierdo. Buscando mejor señal me acerqué a un pequeño jardín a la vera de la ruta. Era una cinta plateada por el sol. Parecía un animal inmóvil, reseco, cuya piel brillante había estado allí toda la vida. Una vez por semana pasaba un ómnibus de la Costera Criolla que surcaba el litoral, pueblo por pueblo, rumbo a Buenos Aires. Pero en ese mediodía no se veía un alma. La señal de la radio retornó, así que regresé al patio y les conté a todos que Reutemann iba puntero y que la gente, unida, festejaba. Incluso en una familia en ese entonces poco interesada en los deportes, mi entusiasmo los cautivó, así que subí el volumen para que escucháramos juntos la victoria final.
Desde que había tomado la delantera en la cuarta vuelta, Reutemann seguía liderando la carrera. El país entero celebraba con antelación. En la vuelta 39 hubo un pequeño desperfecto en la toma de aire, pero el auto siguió su marcha triunfal. Estamos ahora en la vuelta 53 y el Brabham BT44 número 7 de impecable blanco hace su ingreso triunfal. Es la última vuelta y Reutemann lidera la carrera con comodidad. El público se pone de pie. Juan Domingo Perón aplaude y el relator de la radio se va quedando sin adjetivos para describir la electricidad del momento.
Mi padre deja por un momento el asado y se acerca a la radio, con un mate en la mano derecha y una pala de hierro en la mano izquierda con la que agregaba carbón. Mi abuela se despierta, al escuchar el alboroto, sólo para abrir unos ojos de un azul indescriptible y murmurar algo en alemán.
El pelotón, dice la voz afectada desde la radio, «está a punto de cubrir los 316 kilómetros, bajo el sol radiante de la Patria y un argentino lidera a los valientes deportistas». De pronto, el relator enmudece. El auto de Reutemann, media vuelta antes del final, se detiene. El país se paraliza. La falla en la toma de aire –una tuerca mal apretada- en la vuelta 39 le hizo consumir más combustible del necesario y el automóvil del argentino se queda sin gasolina a metros del final.
El domingo familiar se desvanece. Con la familia enmudecida, mis padres se turnan para acariciarme la cabeza. A mis espaldas, escucho que alguien murmura «cómo le que explicamos que en Argentina, con todo para triunfar, algo sucede, siempre». Ese niño desolado sabría luego que eso no sería todo. En 1974 la Argentina tenía uno de los mejores índices de distribución del ingreso del mundo y una pobreza que no alcanzaba al 7% de su población.
Hijos de inmigrantes europeos acorralados por el hambre -como mis padres- habían podido hacer una vida digna y preparar a sus hijos en un sistema de educación pública único en la región. Y aunque los problemas venían de antes, el consenso académico afirma que la debacle económico-social argentina empezaría, precisamente, en 1974, para no parar hasta la actualidad.
Para parodiar la bufonada de Golpe de Estado dado por Luis Bonaparte frente al verdadero y original del 18 de Brumario por Napoleón Bonaparte, Carlos Marx escribe una frase genial para iniciar el texto que publica su amigo Joseph Weydemeyer en la revista Die Revolution en Nueva York: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa».
Reutemann y la Argentina desafían esta lógica, ya que 6 años después, el domingo 13 de enero de 1980, la tragedia se repetiría, casi idéntica. Reutemann esquivaba automóviles buscando la punta, en plena pelea por el campeonato. Pero al ingresar a la chicana de Ascari el césped -que alguien había cortado sin recoger- se metió en el radiador de su Williams FW07B/5. Reutemann abandonó la carrera, en medio de la desolación general. Ese día, como 6 años antes, Reutemann -descendiente de suizo alemanes y con fama de inexpresivo- lloró sin consuelo frente a la multitud.
El gran momento del automovilismo argentino
El tiempo pasó. El automovilismo argentino tuvo momentos importantes, pero nunca más ese apogeo. La falta de mantenimiento dejó al autódromo casi en desuso. En el colmo del irrespeto, dos legisladores propusieron en 2013 derrumbar el autódromo e instalar una planta para procesar basura. La reacción de los vecinos frenó el disparatado proyecto e impulsó una leve restauración.
A veces pienso que –por fuera de una clase empresarial proclive al capitalismo clientelar y una clase política sin mucha grandeza- el problema argentino es la cultura matutina, que inaugura hospitales (en ocasiones, varias veces) que no tienen medicamentos unos meses después. He vivido en países vespertinos, que dejan la energía para las horas posteriores, sin entusiasmo por las inauguraciones ni los grandes despegues, pero sí por mantener el esfuerzo durante años.
Así mirada -y sólo por mencionar la economía y los deportes- la derrota del proyecto argentino parece definitiva. Pero como estamos hablando de un país que generó –por nombrar sólo dos de miles de seres extraordinarios- a Borges y a Piazzola, nunca se sabe. Quizás sea hora de apretar las tuercas, barrer la pista, limpiar el radiador y empezar de nuevo.
Un encuentro con Reutemann
10 años después, incidentalmente, conocí en persona a Reutemann. Era 1984 y unos amigos en común me invitaron a una discoteca en Santa Fe. Antes de ir a bailar lo pasamos a buscar. Vivía en una magnífica casona a la vera de la laguna que baña la ciudad.
Rápidamente comprobé que su antológica parquedad era cierta. Me senté a su lado en la barra de la discoteca, bebiendo para darme valor a hablarle. Soltero, rico, famoso, atractivo, pasó la noche entera intercambiando sílabas con el barman y esquivando bellas mujeres que se le abalanzaban como si fueran moscas. Probé con mis mejores chistes, pero sólo logré un leve movimiento en la comisura izquierda de su boca y una mirada en diagonal que me traspasó, como si, en realidad, sólo estuviera mirando algo detrás de mí.
Me di cuenta de que estaba aburrido, pero no esa noche, sino en su vida. No sería hasta años después que probaría suerte con la política, su nuevo leitmotiv hasta la fecha. 5 horas después, ya sin más chistes, ni hígado ni dinero, fuimos juntos a pagar la cuenta. Yo –que era un estudiante con un presupuesto bien discreto- había destinado los fondos de un mes, pero él sacó un breve talonario vacío y no pagó nada. Lo dejamos en su casa y yo perdí la chance de decirle cuánto había sufrido. Hasta ahora.
Para envío de información: redaccion@mujerdelsur.cl
También te puede interesar:
https://mujerdelsur.cl/banco-mundial-gobiernos-latinoamericanos-deben-atender-crisis-social-del-covid-19/